Todos conocemos la historia de Pinocho, aquella marioneta a quien le dieron el goce de poder llevar vida propia. Claro que era travieso y hacía de las suyas... Poco a poco fue aprendiendo a vivir y dejar vivir, a ser justo, honesto y noble.
En uno de mis últimos viajes pisé Praga. Praga, capital de la República Checa, está plagada de marionetas. Hay muñecos de maderas por doquier, siempre los hilos sosteniéndolos y manteniéndolos de pie. Hay muchísimos personajes: allí el espirítu del bosque, un hada, un ángel, una bruja, príncipes y princesas, un Harry Potter, un lobo, caperucita roja y su abuela, el espíritu del agua, un gorila, un calamar, un rey y su reina, un caballero, un dragón, una rana, un juglar, un payaso, y mas y más...
Es fantástico, que al entrar a las tiendas para verlos y preguntarle a alguien: "¿este quién es?". Te contestan: "esperá que veas cómo camina". Lo alzan, toman sus cuerdas, lo hacen erguirse en el suelo y avanza (como aquel milagroso hace miles de años que oyó "Lázaro, levántate" y súbitamente comenzó a andar). Se oye entonces su voz, su tono, la música al dirigirse a nosotros. Hay aquellos de carácter alegre, melodioso, ruiseño y otros, en cambio, en constante enfado y enojo. Y lo vemos también, cómo alza una rodilla, mueve un pie, el otro, unos de andar suave, otros en cambio de pasos lentos y sutiles... y así van cobrando vida.
Sin embargo, el sumum de ver al objeto en movimiento, al objeto vivo fue la última noche, en que fui a ver un espectáculo de títeres. La ópera Don Giovani de Mozart, interpretada por las marionetas. Y aquí sí fue el verlas con vida propia, el olvidar que en realidad eran manos que las ponían en movimiento y el creer que de verdad sentían y vivían los males y bienes del mundo. Se enamoraban, se peleaban, se ofendían y discutían, se peleaban con espadas, morían, lloraban, se emborrachan y simulaban estar sobrios, nos juzgaban (ellas, nosotros, sus espectadores de carne y hueso... como si fuesen ellas las que nos dieran vida con sus actos y acciones). Y fue el reir con ellas, el compartir sus tristezas y alegrías y el terror inmenso cuando apareció de ultratumba el fantasma, víctima de Don Giovanni para advertirle que el castigo le acechaba de cerca.
Y luego, la lluvia de aplausos y el volver al hotel, el caminar solo por las estrechas y oscuras calles de Praga, la ciudad de los cien campanarios, con esa certeza (que me encanta confirmar de vez en cuando): "sí, existen los milagros".
1 comentario:
Como siempre me ecanta tu experiencia.
Un besito desde Sevilla
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