Tengo la suerte de que me hayan mandado a trabajar a Ibiza por el verano. Así que, desde hace unos días, intento recorrer esta isla que se me aparece repleta de contradicciones y paradojas.
Por ahora, sólo quiero hablar de su mar. Ibiza es una isla encallada en el Mar Mediterráneo, cerca del continente. Geológicamente cuenta con algunos montes bajos, algunos arbustos y muchísimas calas. El agua suele ser azul o celeste con ciertos tonos turquesa o verde.
La arena varía y hay algunas que forman cierto barro que puede ser usado para ponerse en la piel (aunque en la Oficina de Turismo advierten que no es sano y que no tiene consecuencias terapéuticas sino al contrario, dañinas). El Sol pega fuerte, hace muchísimo calor y el suelo a menudo quema. Incluso a veces la toalla donde uno se recuesta quema y arde. El agua es muy salada y algunas veces deja asomarse algunos peces que nadan entre las piernas. Como es transparente, se ven a simple vista al nadar. Al contar con gafas, se puede hacer submarino en la parte más profunda y ver aún más tesoros escondidos.
Hay muchos barquitos también, veleros y pequeñas lanchitas. Aquí el Verano es Rey y el Sol es admirado tanto cuando sale como cuando decide volver a dormir. Emerge entonces la luna, misteriosa, redonda y gorda, enorme, a veces naranja, y se la ve elevarse por sobre el mar, mirándonos, recordándonos que está allí para cuidarnos y que no estamos solos.
Hay mucha gente, muchísima. Y es difícil a veces saber abrirse camino para encontrar espacios más apartados y tranquilos pero se consigue.
Hoy, en mi blog de cosas maravillosas, quiero compartir con ustedes estas vistas, esta costa donde tomo sol, estas aguas donde me baño y donde creo escuchar al Dios del Mar que me cuenta secretos. Y pienso al estar aquí, ¿cómo no hacer del Mar un dios? Increíblemente vasto y extenso, siempre el mismo, siempre distinto, siempre igual pero siempre nuevo y cambiante.
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